Reseña: Solo soy uno que llora de Virginia Ducler

Por Federico Ferroggiaro

Es muy difícil comenzar una reseña acerca de la última novela de Virginia Ducler,  Solo soy uno que llora ─publicada por UNR Editora, sello que dirige Nadia Amalevi, y dentro de la colección Confingere, comandada por Nicolás Manzi─, sin hacer referencia a Cuaderno de V (Mansalva, 2019), a esa delicada combinación de autoficción y autobiografía en la que Ducler logró convertir en literatura el trauma, condensando en esas páginas compuestas de un tirón aquello que la había impulsado a escribir, el motor y la razón de su escritura. Solo soy uno que llora, tal como lo declara su autora, es anterior a Cuaderno de V, más allá de que su versión definitiva es el resultado del trabajo de reelaboración que emprendió entre 2019 y 2020. Podría decirse que forma parte del laboratorio, del campo de pruebas en el que Ducler se fue entrenando para darle forma a ese libro que nos arroja al horror de una mujer que recuerda haber sido violada por su padre cuando era una nena de cuatro años. Sin embargo, Solo soy uno que llora se autonomiza de esa relación, se libera de ser leído como una “precuela”, porque aunque recree un par de episodios de Cuaderno…, es una obra con peso específico propio y con esa admirable potencia narrativa que invita al lector a aventurarse en una historia inquietante.

Hay familias y familias, lo sabemos. Pero los Neer y su constelación de padres, tíos, primos, hermanos, hijos y amigos anexados que van entrando a las tablas desde que se abre el telón de Solo soy uno que llora, reúnen, salvo afortunadas excepciones, rasgos de egoísmo, de mezquindad y de falsedad que los vuelven repelentes. Es posible que el lector pueda reconocer en ellos, sin esfuerzos lamentablemente, a algún espécimen de su propia parentela, o bien que pueda esbozarse en su memoria el elenco de la obra teatral Esperando la carroza (1962), de Jacobo Langsner, quizás en la versión fílmica homónima de Alejandro Doria (1985), un clásico nacional que ha sido recreado hasta en los stickers que circulan por el Whatsapp.

Una de las “afortunadas excepciones” a ese nefasto conjunto de máscaras grotescas, con reminiscencias pirandellianas, es Noelia, la protagonista: una mujer treintañera, con estudios en bellas artes que, junto a su hijo, se apresta a enfrentar la inminente guerra que intuye que estallará ese domingo entre Navidad y un fin de año cualquiera. Porque, para ella, esa jornada en tensa armonía encierra múltiples peligros. Muchos de los que están allí, compartiendo las reposeras, los juegos, los mates y los diálogos vacíos, han recibido por mail, y leído, una copia de su diario personal, que les fue enviado por una “amiga” de Noelia, marcada por la simbólica renguera que remite a un andar “torcido” por la vida. En esas páginas se revelan hechos ─violaciones, estafas, traiciones…─ que comprometen, que desenmascaran, como así también las francas opiniones que Noelia expresa sobre cada uno de ellos, sobre las personas que simulan disfrutar de esa agobiante tarde de sol y dispersión.

Intercalados con los avatares de la reunión familiar, los fragmentos del diario conforman una narración paralela. Surgen como perturbadores saltos al pasado de los Neer, actualizando sus conflictos y revelando las miserias tapadas, permitiéndonos palpitar la explosión de odios y rencores que se avecina, lenta e inexorable, como la tormenta que se empieza a anunciar en el cielo y en el calor insoportable de Roldán. A su vez, entre las entradas que se transcriben, a partir de los diálogos que mantuvo con Noelia, se va trazando la historia del abuelo ya ha muerto, un inmigrante italiano, que combatió en la I Guerra Mundial. El Nono, cuyas palabras llegan desde el más allá, desde las cenizas y la ausencia, solamente parece que se despertaba de su amnesia, de su letargo, para rememorar las zozobras, el horror y las peripecias de la “batalla de Montello”, conocida, en realidad, como la batalla del Piave o la segunda parte de la batalla del Caporetto. Entre esos pasajes épicos, entre los obsesivos retazos de los testimonios bélicos, irrumpe la figura de un pintor austríaco que, desertor de sus filas, se esconde en las trincheras italianas y pinta allí un precario ─pero muy bien cotizado, en el presente de la narración─ retrato del Nono, que él conservó como talismán y trofeo. El diario revela el nombre del célebre artista y permite la introducción de un nuevo objeto de disputa que vuelve a encender los odios que devoran como llamas infernales a todos los que participan de esa mascarada.          

Con una ambientación local, rosarina, no sólo porque la acción transcurre en la bucólica Roldán ─una pequeña ciudad de quintas, árboles y piletas vecina a Rosario─, sino también por las frases y breves diálogos que se repiten como mantras, trayendo ecos de habituales parlamentos que circulan en la ciudad: lo insoportable del calor, la relación lógica entre el exceso de mosquitos y la negligencia del estado que no fumigó las islas, la sensación de que el país está siempre “yéndose a la mierda”, Solo soy uno que llora pone en escena la intrincada trama de relaciones en las que prevalecen y se imponen, de manera casi absoluta, la codicia, la mezquindad y la hipocresía; el descenso a los infiernos familiares.

Y, justamente, la referencia al infierno no es una elección caprichosa. “Me acordé del infierno de Dante. Cuando Dante escucha un llanto, se acerca y le pregunta quién es. El que llora contesta: Solo soy uno que llora”, escribió Noelia en su diario y lo vuelve a leer allí, esa tarde de domingo en la que la memoria y el presente están por pelear otra fatal batalla. La cita recupera el Canto VIII del Infierno de La Divina Comedia. Repone la respuesta de la única alma o sombra que prefiere permanecer anónima en el gran poema. Irreconocible. Sin identificar. Sin una nota al pie que rescate su historia para los lectores de todos los tiempos. Quizás esto se deba a que el dolor nos borra y nos confunde, nos anula. El que llora es su dolor, el dolor; y el dolor no tiene más nombre que la acción que lo manifiesta. Con la Noelia de Virginia Ducler alcanzamos a sentirlo, tal vez, a vagamente comprenderlo.

Reseña de Federico Ferroggiaro publicada en El diletante.

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