Por Flavio Zalazar
D’Anna subyuga. Hablar con él de literatura y no solo de ella, somete al interlocutor a una escucha continua. Lo versátil de su conversación -por fortuna- logra homologarse en títulos escritos desde las entrañas juveniles, en sus inicios como integrante del staff de la revista El lagrimal Trifurca, un emblema de nuestra cultura; y aún antes. Extenúa la enumeración de textos irrigados por las diferentes inquietudes revestidas en géneros literarios. A partir del primero, Muy muy que digamos (1967) pasaron tantos… Tiene publicado más de veinte libros de poesías, innumerables artículos de tono periodísticos en diferentes medios de la región y el país, traducciones y los consabidos ensayos: Historia de la literatura de Rosario, Capital de nada y Nadie cerca o lejos; nodales para la investigación de nuestras letras. Un verdadero corpus completado en las novelas, realizadas, conforme a obra, bajo los preceptos de “un programa cotidianista”. Noción palmaria de la estética escrituraria, pero también de una ética humana.
La configuración de lo cotidiano en el discurso literario trabaja sobre situaciones y personajes que resultan familiares al lector. Acciona, mejor dicho, “representa” momentos particulares de un determinado personaje y modelos de conducta reiterados con frecuencia. Allí tanto persona -lector- y personaje convergen en la idea, fantasía, o sensación, de una realidad palpable, es decir, vivida. Un mero artilugio, o si se quiere sortilegio, decisivo para saber si estamos en presencia de una buena lectura, esas de las que va la vida, o de un amague suntuoso. La primera valoración resulta la apropiada ante la zaga del nombrado como el aeda griego o el perdedor Simpson.
El mundo en La jueza muerta como en El pobre delicioso aflora encarnado no solo en el catastro de las calles y barrios de la ciudad de Rosario, sino en el violentamiento del símbolo, propio del habla popular y procedente del ejercicio recreado de la realidad. Aparecen asimismo expresiones muy de acá, destinadas a causar un efecto estético: “saltar de costeleta”, “pifiar”, “me zumbé”, “alunada”, o la afirmación colosal: “Cada cual hace de su culo un barrilete y lo remonta cuando quiere” -grafica en tanto cuadro doméstico vivido por Homero con el torturador Arístides-, a la par de generar sentido mechado con empatía. Voces propias de una ciudad oral, esa que a veces instruye más que cualquier libro, con solo caminar y escucharlas se las aprende.
Establecido el tono coloquial -preocupación del autor en obtener la comunicación fluida con los lectores- emergen tres procedimientos propios del “realismo de lo cotidiano” resultantes de tal inquietud: la concentración expresiva, transmitida bajo una economía de lenguajes evidente, donde ningún elemento queda librado al azar, adecuando la formulación de emociones y las características de los distintos espacios sociales; el distanciamiento narrativo, originado a partir de un narrador de rasgos psicótico y baches amnésicos -consigue objetivar su propia vida al extremo que guarda reminiscencias al cuento “Wakerfield” de Nathaniel Hawthorne– ; y por último la ironía, decisiva en el develamiento de las relaciones de poder en la justicia, el sexo, la familia, las clases sociales, o en la misma amistad; y todo bajo la sombra inclemente de los noventa en la Argentina.
Reseña de Flavio Zalazar de Los libros de Homero (UNR Editora 2019) en El Furgón.