En su libro Quién cavó estas tumbas, Martín Stoianovich relata las historias de chicos y chicas víctimas de la violencia en Rosario. En su ejercicio periodístico recorre las calles, los barrios, los pasillos de las villas, habla con familiares, vecinos y vecinas, lee los expedientes, asiste a las audiencias y a las marchas por justicia.
Poniendo el cuerpo, busca reconstruir cada una de las historias de vida. Se entrevista con las madres de Franco Casco, David Moreira, Maximiliano Zamudio, ejerciendo sobre todo una escucha atenta. Da lugar a aquellas voces que generalmente no tienen lugar en los medios, para dar a conocer quienes eran esos jóvenes.
Haciendo especial énfasis al contexto, a través de cinco crónicas, hace una radiografía de una ciudad azotada por la violencia y la desigualdad, en donde los jóvenes de los barrios más vulnerables son las principales víctimas de un estado ausente.
A continuación, te invitamos a leer un fragmento de cada capítulo.
1.LA CIUDAD ESTALLADA
Diez mil pesos y cinco alitas. El arreglo que hizo Cristian Gelabert con el Chaqueño, el transero de ocasión del sector más empobrecido del barrio Empalme Graneros, fue esa cantidad de dinero con un plus de cocaína. Él no podía ir, acaso era mejor mantenerse oculto. Hizo un llamado y convenció al que estaba del otro lado del teléfono.
–Bueno, él te va a dar algo para mí. Un montón de plata es, mucha. Traemeló, pero no digas nada. Cuando vengas acá me buscás a mí solo. Te va a dar diez mil pesos. Traemeló que yo te voy a dar una moneda. Cuidalo con tu vida, ¿me escuchaste?
–Sí, sí.
–Bueno, y pedile cinco alas.
–Bueno.
Gelabert tenía 31 años y su empleo como policía de la provincia de Santa Fe. Grandote, físico atlético como no tantos colegas suyos, y una adicción a la cocaína que no había podido controlar ni con el encierro en un neuropsiquiátrico. Para entonces, septiembre de 2014, trabajaba en la comisaría 20ª de Empalme Graneros, calle Carrasco casi esquina Teniente Agneta. Una zona del barrio, a cien metros de una de sus avenidas principales, que se dirimía entre la falta de urbanización, con sus zanjas, y el avance esperado, con sus calles asfaltadas, su escuela primaria de ladrillos vistos pintados muy prolijos, sus casas embellecidas con esmero pero tan enrejadas.
2. QUE BONITA VECINDAD
A unos metros estaba Lorena Torres, la mamá de David Moreira, reposada sobre un ventanal con su semblante en una armonía abatida. Los ojos claros envueltos en sus ojeras, la boca con un gesto alicaído, absoluta seriedad. Hacía tres años que se había ido de Argentina junto a su familia por una suerte de estigma acechante que terminó obligándola al exilio. En las afueras de Montevideo, Uruguay, habían vuelto a empezar bajo el reparo de un anonimato tranquilizador. Lorena había llegado a Rosario en un viaje exprés para estar en la audiencia. Solo fue con la compañía de Norberto Olivares, su abogado, que había estado en Rosario persiguiendo momentos como este. Me inquietó pensar en la urgencia con la que, detrás de la calma aparente de esa mujer, correría la sangre por sus venas al ver a los acusados de matar a golpes a su hijo. Al verlos reír, hablar en voz alta y esforzarse en los gestos. Como quienes dicen “miren acá estamos”, tan confiados e inocentes hasta que se demuestre lo contrario.
3. EL PARANÁ DELATOR
La gente se amontonó en un rincón verde, bajo la sombra de unos árboles tupidos. Pibes con viseras y camisetas de fútbol, madres jóvenes, madres muy jóvenes, abuelas todavía muy madres. Y, mezclada entre ellas, una mujer que deambulaba. Piel morenísima, cabello negro con un rodete ajustado, una remerita turquesa y una amabilidad necesaria para romper vergüenzas.
Me acerqué y ella se presentó como Elsa Godoy, la mamá de Franco Casco, un chico de 20 años del cual hacía dos semanas que no sabía nada. La mujer llevaba una fotocopia a color de la cara de su hijo y unos datos escritos con lapicera. Hablaba con una voz muy baja, pero pausada y clara. Me contó que se había instalado en Rosario, nomás con un par de sus cosas, como quien había emprendido una escapada de urgencia para luego volver a Florencio Varela, donde continuaría la vida.
Muy pocos sabían de la misión de esa mujer. Desde el Bodegón de Pocho, una organización social del barrio, le habían ofrecido acompañarla. Los medios de comunicación y el resto de la ciudad, que podían colaborar en la difusión de la búsqueda, no habían encendido la alarma. Entre esos detalles Elsa largó el dato crucial, la única certeza que tenía: su hijo había estado detenido en la comisaría 7ª, la de la zona de la estación de trenes.
4. CHALECO QUÍMICO
–Supuestamente le dio un paro. No lo puedo creer.
Los planes para un feriado ocioso se extinguieron con un mensaje de voz que me llegó por WhatsApp cerca del mediodía. Un chico de 18 años había muerto durante la madrugada en el Sanatorio Neuropático de Rosario. Se trataba de un neuropsiquiátrico privado, un enorme caserón de la zona sur de la ciudad, en el que lo habían internado más de un año atrás por decisión estatal. Me llevé una sorpresa cuando pedí información al Ministerio Público de la Acusación: acaso si yo me había enterado de una muerte lo lógico era que algún fiscal ya estuviera al tanto. No había, o al menos eso me dijeron, ningún reporte de un fallecimiento con esas características. Durante todo el 20 de junio de 2017 la muerte de Lucas Figueroa fue un rumor.
5. UN CARGADOR EN EL BOLSILLO
En agosto de 2020 comenzó el juicio. La noche previa al inicio, el domingo 23 de agosto, la cara de Maximiliano brilló en la fachada de un museo del microcentro rosarino. Los militantes de la Multisectorial Contra la Violencia Institucional se apostaron con un proyector y reprodujeron imágenes sobre uno de los silos del Museo Macro, un símbolo de la ciudad. En pleno horario de paseos y ejercicios los habitantes de la Rosario céntrica vieron la cara de un pibito asesinado en la profundidad del barrio Tablada.
Al día siguiente en la sala 10 del Centro de Justicia Penal se vio una imagen imposible en cualquier otro lugar: Ariel Condori Apaza y María Zamudio en un mismo espacio, a pocos metros de distancia y sin que volara una mosca ni se oyera un suspiro. Una coexistencia pacífica, acaso la utopía de la paz como consecuencia de la justicia. Todo desdibujado en su misma dinámica. El prefecto, prolijo en traje y gomina, de risitas cómplices con sus abogados. La mujer, una remera con la cara de Maximiliano como amparo, con una angustia total que la habría arrancado de ese lugar de no haber sido porque tenía que declarar como testigo.