Nota realizada por Eugenia Asperella en La Capital
Poco tiempo atrás llegó a las librerías de la ciudad Estéticas políticas, activismo artístico, movimientos sociales y protestas populares en la Rosario del nuevo milenio, de la investigadora de Conicet, docente y militante social Marilé Di Filippo. La obra, parte de la colección Comunicación, Lenguajes, Cultura de UNR Editora, rescata múltiples experiencias —en el cruce entre arte y política— de la protesta social en Rosario entre la segunda mitad de los años noventa hasta la actualidad, tomando la crisis de 2001 como vértice o “el parto político de una nueva era en la Argentina”, tal como señala Ana Longoni en el prólogo.
La investigación reconstruye prácticas e intervenciones callejeras de colectivos artísticos como Trasmargen, Arte en la Kalle y Pobres Diablos, que surgieron en la Facultad de Bellas Artes de la UNR en pleno auge del neoliberalismo en los años noventa; la resistencia popular poscrisis de 2001, como la organización asamblearia en los barrios, los carnavales y el movimiento murguero, hasta la conformación de las multisectoriales contra la violencia institucional a partir del triple crimen de Villa Moreno en 2012, donde “ la movilización social rosarina pone en escena a los jóvenes de los sectores populares como los depositarios de una violencia letal que venía arrasando cuerpos en territorios de un modo que no se había podido visibilizar hasta el momento”. Luego vendrán las demandas que surgen con el gobierno de Macri y también con el movimiento de mujeres, retomadas en la parte final de este trabajo. “La coyuntura había cambiado completamente cuando terminé la investigación en 2015, macrismo mediante era necesario escribir un epílogo, tener el termómetro listo para tomarle el pulso a la calle y a la estética política en la calle, si no te quedás en investigaciones académicas, muy desligada de las preguntas urgentes”, asegura Di Filippo en diálogo con Cultura y Libros.
Para la investigadora, Rosario “fue un laboratorio estético político superinteresante, pero hay una ausencia escrituraria, nadie escribió sobre lo que estaba pasando ni se recuperaron esas experiencias. A nivel nacional se pone el foco en Buenos Aires, Capital Federal y La Plata, pero Rosario y Córdoba quedan relegadas, y tuvieron un protagonismo muy importante”.
Las paredes son testigos
Muchas de las performances de aquellos años han dejado marcas en el imaginario común de los rosarinos. “En la investigación iba encontrando intervenciones que se repetían, pero que quienes las hacían no tenían registro de donde habían salido, entonces pensé que efectivamente ahí había una memoria amnésica, una memoria estético-política que circulaba en la ciudad”, cuenta Di Filippo. Por ejemplo, el repertorio de esténciles y pintadas que fueron y todavía son parte de nuestro escenario urbano. “Las bicicletas de (Fernando) Traverso fueron reapropiadas en la lucha por Pocho Lepratti con el ángel de la bicicleta, lo mismo con la hormiga, que tiene su propio itinerario que empieza en un grupo de artistas que querían reconocer a trabajadores informales de la ciudad, sobre todo los que trabajaban en comedores y merenderos. La primera hormiga la hace Cantón y cuando asesinan a Pocho con ese mismo concepto se fusionan las dos luchas: hoy la hormiga significa el militante rosarino”, resume.
—¿Por qué el activismo artístico y la organización popular en Rosario fueron emblemáticas en 2001?
—Había mucha efervescencia rosarina en esta crisis de la política representativa, en un clima de intensidad política muy importante, y sobre todo en la capacidad de producir estéticamente ese descontento social, por ejemplo, toda la lucha en torno a la privatización de la universidad pública con la movida UNR Liquida o las expresiones en contra de la saturación policial que se reclamaba en ese entonces, todo eso antecede al 19 y 20 de diciembre. El asesinato de Pocho marca este clima de activación social previa, a fines de los 90 y principios del 2000 fue superactivo Rosario: hay cantidad de asambleas barriales, de redes y experiencias cooperativas que son y propias de ese momento. Hubo muchas prácticas creativas hechas por sujetos sociales que no tenían relación previa con el mundo del arte, como los compañeros de Pocho Lepratti o los militantes del Frente Popular Darío Santillán que es otro de los casos que yo trabajo, como los familiares de las víctimas que fueron asesinados por la policía en el período más reciente.
—¿Y qué importancia tuvo esa creatividad en los ciclos de protesta social que estudiás?
—Esa es una de las cosas que yo propongo pensar en la investigación: la forma en que los militantes devinieron artistas. Ese es un punto clave y es resultado del primer proceso del ciclo del activismo artístico en Rosario, cuando la protesta social empezó a adquirir un espesor estético mucho más importante, como un lenguaje obligado. Si uno quería ser escuchado, ya no podía salir a la calle sin una forma de aparecer en el espacio público que resultara atractiva. Esta creatividad funcionó como forma de legitimación para poder recrear un nuevo diálogo social. Ya casi es un requisito sine qua non, no existís en el ágora pública si no tenes capacidad de generar eso. Hubo un paradigma democratizador del arte que decía que todos podemos ser artistas porque es una lengua más, y eso es una posibilidad en algunos momentos, en otros es una obligación a riesgo de no existir socialmente. Si nuestros modos de aparecer en el espacio público no tienen ese componente estético, si no son capaces de recrear las visualidades, no generan interpelación social.
—¿La fiesta en la calle es otra forma de protesta?
—La fiesta y la protesta están hermanadas. Las crisis son momentos de efervescencia festiva. Hubo un reverdecer del carnaval, que en Rosario tiene una larga historia que se remonta a la fundación de la ciudad. El carnaval rosarino pasó por distintos momentos, pero en los 90 esto coincide con los movimientos a nivel nacional y que en Rosario tienen su estilo propio. Esas murgas fueron elementales en ese proceso social de renovación de la energía, de la ocupación de espacios no asignados o permitidos, del goce, el famoso gasto improductivo, el derroche, lo que produce la fiesta: la posibilidad de la liberación. También es interesante pensar cómo esas experiencias carnavaleras y murgueras le fueron dando forma a cierto carácter festivo de la protesta social. Esos elementos que eran más propios de la murga o del carnaval después fueron apropiados por los movimientos sociales y surge la famosa carnavalización de la protesta, que empieza después del 2001. Esto lo vimos con el movimiento de mujeres pero sobre todo con el movimiento de la diversidad sexual, que ha hecho maravillas, y eso no tiene vuelta atrás.
—¿Es un prejuicio pensar que lo estético en la política se confunde con lo accesorio?
—Walter Benjamin dice que la política siempre es estética porque siempre recurre a formas de composición, de organización, de montaje de escenas y personajes para ser posible. No es una cuestión de cosmética, sino de cómo armamos subjetividades y construir formas de organización colectiva. Lo estético no es lo que viene después, ahí también se arman los sujetos en común, ahí también se produce pensamiento conjunto, ahí también se pasa de los sujetos individuales que demandan hacia la posibilidad de pensar en comparecencias, en cuerpos colectivos. Por eso digo, no es lo que viene después, el adorno, ¿de qué color pintamos esta bandera? No pasa por ahí. También es cierto que la noción de estética política queda atrapada en el prejuicio hacia el marketing político. Pero Boris Groys se hace esta pregunta: ¿por qué no podemos pensar la condición estética de los movimientos de la resistencia social? Bueno, este es un estudio que se para en las intersecciones del arte y la política, en los repertorios de la protesta social.
—Parece que hay un único escenario para la protesta. ¿Será posible recuperar la calle en la nueva normalidad pospandemia?
—Bueno, es verdad que hay una interdicción de la presencia y una imposibilidad de la movilización social pero hay acontecimientos que las provocan, incluso con los que uno puede no estar de acuerdo, como las movilizaciones en defensa de la propiedad privada a partir del caso Vicentin, donde la calle se ocupó con pandemia y todo. Lo mismo con los anticuarentena. Es una pregunta qué va a pasar en la calle de acá en adelante. Si uno piensa desde la recuperación de la democracia a esta parte, la calle siempre fue el fusible. El estallido del 2001 generó la caída de un gobierno y otras movilizaciones de ahí en adelante han tenido gran impacto. Por ejemplo, durante el macrismo pudimos hacer movilizaciones multitudinarias como el movimiento por la legalización del aborto y eso no consiguió que saliera aprobada la ley pero no necesariamente la única variable que se mide es el efecto político en la demanda, sino que se produjo otra cosa. Para mí es clave no quedar espejado en si la demanda fue escuchada o no, es importantísimo que la ley salga y vamos a seguir peleando por eso, pero la protesta social en sí y todas las dramaturgias que armamos en el espacio público en términos estéticos generan otras cosas, arman sujetos colectivos, concientizan socialmente, crean memoria social, arman un montón de cosas que exceden la intención inicial con la que se armaron.
Nota realizada por Eugenia Asperella en La Capital.