Chicas en fuga

La desaparición de jóvenes mujeres de Bajo Flores, pone en vilo a la comunidad. Luego de días retornan a sus hogares sin brindar detalles de lo sucedido. ¿A que obedecen estas ausencias temporales? ¿Cómo es el modo de vida de estas adolescentes? ¿En que contexto están inmersas? Investigadores e investigadoras intentan dar respuesta a estos interrogantes en un trabajo de campo junto a sus protagonistas.

Te invitamos a leer un capítulo del libro Chicas en Fuga de Juan Pablo Hudson:

LAS INTEMPESTIVAS

La principal inflexión que inaugura el siglo XXI en los grandes centros urbanos de la Argentina es la nueva valorización mercantil de sus periferias. Los bordes de ciudades como Capital Federal, Rosario, Mendoza, Córdoba, ya no sólo concentran pobreza e indigencia, tal como ocurrió mayormente a lo largo del siglo XX, sino también negocios rentísticos: una trama difusa entre la legalidad y la ilegalidad capaz de generar una relevante tasa de ganancias. Ninguna geografía urbana puede quedar excluida allí cuando las ciudades devienen el escenario crucial de la explotación financiera contemporánea. En las periferias circulan flujos dinerarios provenientes de los mercados ilegales, como puede ser el narcomenudeo, la trata de personas, o la venta de autopartes robadas, que alimentan toda una economía popular. Pero se suman procesos financieros grises, es decir, legales pero habitualmente sostenidos por capitales provenientes de la ilegalidad, como la especulación inmobiliaria que desplaza villas miserias para construir fastuosos barrios privados.

El otro gran síntoma de estas mutaciones se vincula con la expansión del mercado de créditos. La ampliación de sus fronteras hacia territorios y poblaciones históricamente excluidas de sus intereses. Se trata, vale aclararlo, de una inclusión caracterizada por una profunda desigualdad. La proliferación de préstamos usurarios aprobados por bancos privados y públicos, entidades financieras, cadenas de electrodomésticos, agencias de autos y motos, construyeron una figura protagónica: el hombre endeudado. O para decirlo con mayor precisión en este caso específico: el consumidor periférico endeudado. La adquisición de créditos ha sido la vía indispensable en los barrios populares para acercarse en mayor o menor medida, de acuerdo a la situación económica general del país, a estándares de consumo en línea con los logrados por otras clases sociales. El crecimiento entre 2003 y 2015, por ejemplo, se debió a una efectiva revitalización de ciertas ramas de la industria, una expansiva política de subsidios para los considerados inempleables, y también a través de estos procesos de endeudamiento popular. A partir de 2015, cuando asumió la presidencia Mauricio Macri, las deudas individuales y familiares se acumularon para refinanciar compromisos crediticios previos o para la sobrevivencia más elemental. Los préstamos se aprueban masivamente con solo presentar el recibo de cobro de planes sociales cuyos montos mensuales son mínimos. Las entidades financieras y el Estado se aseguran así el reintegro de las deudas a través de la captura automática de una parte de los subsidios que reciben sus titulares a través de las tarjetas bancarias.

Una consecuencia directa de estas transformaciones en las periferias es el surgimiento de nuevas autoridades con capacidad de lograr el gobierno -parcial, fluctuante, nunca absoluto ni permanente- de los territorios. Las armas y la producción de dinero otorgan estatus y poder. Para este tipo de autoridades se torna indispensable acumular información y tener capacidad de regulación de los movimientos cotidianos de aquellos que viven en las inmediaciones de sus negocios.

A finales de abril de 2016, por ejemplo, Gabriela se bajó del colectivo en el Bajo Flores y decidió fugarse de su casa. Estaba junto a Lucas, un adolescente al que había conocido hacía poco tiempo a través de Facebook. Él solía proponerle que se fueran a vivir a Perú, su país de origen. El primer destino fue la casa de unos amigos de Lucas. Pero Gabriela no se sintió cómoda y le pidió que se fueran a otra parte. La llevó a la casa de unas amigas y después directamente a la vivienda que compartía con su papá y sus hermanos. Para ese momento la familia de Gabriela y la Red empezaron a movilizarse y tomaron la comisaría 34 en Flores. Las protestas motivaron la intervención de la Procuraduría de Trata y Explotación de Personas (PROTEX) y de un juzgado federal. Finalmente, días más tarde, como consecuencia de la presión pública, comerciantes de drogas de la manzana en la que se encontraba el domicilio de Lucas se comunicaron con la familia y obligaron a que retornaran a la joven a su hogar. Si bien Gabriela no estaba secuestrada, temían una inminente intervención de las fuerzas de seguridad.

La resolución de lo ocurrido deja al descubierto las dinámicas propias de los barrios populares hoy: el retorno a su casa obedece en parte a los reclamos de los familiares y la Red, pero quienes ponen un punto final son las máximas autoridades de la manzana: un grupo dedicado al narcomenudeo. Recién ahí la familia de Lucas la subió a un auto y la dejó en la puerta de la escuela.

No se trata, por cierto, solo de dinámicas recientes. Se vienen desarrollando y acumulando desde al menos cuatro décadas en la Argentina: degradación de la estructura social, caracterizada por la desproletarización y fragmentación de los sectores populares, disyunción entre trabajo e identidad, fin de la concepción fordista del futuro, precariedad generalizada (laboral, identitaria, afectiva, familiar, educativa), desdibujamiento de la figura del semejante, exaltación del éxito individual, el hedonismo y la propia imagen, el consumismo como sinónimo único de felicidad, la extensión de la crueldad, el resentimiento social y las redes digitales como modeladoras de los vínculos.

Las mediaciones comunitarias (familias, organizaciones sociales, iglesias) e institucionales (escuelas, centros estatales de asistencia social, hospitales) han perdido eficacia para regular los conflictos permanentes. A pesar de la enorme entrega cotidiana, los relatos de miedo, desconcierto e impotencia de docentes, activistas, trabajadores estatales, curas, frente a la agudización de la violencia fueron una constante a lo largo de nuestra investigación. Veamos una situación: cuando empezó a avanzar la causa judicial abierta a raíz del caso de grooming padecido por Sonia, se detectó la figura de Lidia, una adolescente de trece años que la presionaba simulando haber padecido una situación idéntica. “Si no cumples con lo que te piden, van a golpear a tu mamá como hicieron con la mía, que terminó internada, muy mal, la pobre. Mandale las fotos y videos que te piden así salvas a tu familia”, solía advertirle en los recreos. Cuando fue descubierta, los padres y vecinos, enardecidos por la situación, pretendían enjuiciarla y que la enviaran a un instituto de menores. Este tipo de escenas revelaban un terreno barrial fangoso, ambivalente, en el que no existía una clara divisoria entre víctimas y victimarios.

La violencia no es exclusiva de los bordes urbanos pero sí su versión letal: los asesinatos ocurren casi exclusivamente allí, tal como lo señalan las estadísticas oficiales de al menos la última década. La libre circulación se ve entonces fuertemente limitada. Más allá de una cancha de fútbol, un puente, una plaza, un pasillo, aparecen las amenazas de encontrarse con enemigos históricos o circunstanciales. La descomposición de las tramas comunitarias es alarmante.

Un interrogante fundamental para nosotros fue justamente qué ocurría con las jóvenes en el marco de estas mutaciones en las periferias. La bibliografía especializada muestra que los varones de su edad mantienen conexiones transitorias o más duraderas como mano de obra de los mercados ilegales, utilizan la violencia letal contra grupos de pares para dirimir conflictos, se constituyen en ídolos paganos, construyen sus vidas mayormente al aire libre, son protagonistas de las fiestas nocturnas y circulan en grupos. Eso ya lo sabemos. Pero: ¿qué ocurre con las chicas nacidas en los mismos territorios e incluso en los mismos hogares que esos varones?

Tamara Tenenbaum da cuenta de la obra de la fotógrafa neoyorquina Justine Kurland. Puntualmente de una serie de impactantes imágenes tomadas a grupos de mujeres adolescentes. En una de ellas se observa a tres chicas en el baño de la escuela, una fumando sentada en el inodoro, otra sin pantalones y una sin remera. Su conclusión es precisa:

Cuando pienso en el denominador común, en qué tienen de especial, me doy cuenta de que esas imágenes son inusuales: estamos acostumbrados a ver varones en esas situaciones, en esa actitud de rebelde sin causa, de desafío, de cierta violencia. El prototipo del vagabundo, del bohemio, es históricamente masculino (…)”

Tamara Tenembaum

Nuestra investigación puso de manifiesto que uno de los modos más radicales que encontraban las chicas para habitar las nuevas periferias urbanas era a través de la fuga de sus casas para vivir intensas experiencias amistosas, amorosas, sexuales, nocturnas, de ocio y consumo. Así conectaban con las lógicas más actuales. En esas derivas callejeras vivían en casas de amigas y amigos, novios, chongos y chongas; recorrían en pequeños grupos el propio Bajo Flores, salían a bailar, viajaban por la ciudad o el conurbano. Semejante posicionamiento había descolocado a todos. No se esperaba este tipo de movimientos intempestivos protagonizados por pibas.

Las derivas de las chicas por las calles durante días y noches implicaba una paradoja: para ganar mayores niveles de autonomía decidían asumir mayores niveles de riesgos. Las acechaba concretamente la posibilidad de una agresión física y/o sexual, con el asesinato como principal amenaza, ser captadas para fines de explotación sexual, padecer robos, acosos sexuales verbales, tocamientos sin consentimiento. Los varones de su edad también lo hacían, aunque asumiendo otro tipo de riesgos. Dicho de otra manera: esa voluntad de autonomía de las adolescentes podía ser capturada de manera mortuoria por ciertos poderes y subjetividades. Insistimos: lo mismo –aunque con otras causas y consecuencias- en el caso de los chicos.

La antropóloga Rita Segato afirma que los varones encuentran en el cuerpo de las mujeres un vehículo privilegiado para tratar de reconstruir su masculinidad en crisis:

 “De tal modo, la violación puede comprenderse como una forma de restaurar el estatus masculino dañado, aflorando aquí la sospecha de una afrenta y la ganancia (fácil) en un desafío a los otros hombres y a la mujer que cortó los lazos de dependencia del orden del estatus, todos ellos genéricamente entendidos”

Rita Segato

En este punto preciso se concentraban nuestros temores para el caso de las adolescentes cuando decidían irse de sus casas para curtir las calles solas. Pero no retrocedían, más bien lo contrario: las fugas de sus hogares no solo se multiplicaban sino que se repetían como fue en el caso de Carmen, Sonia, y tantas otras que volvían a irse. El método encontrado por los padres para evitarlo era someterlas a un encierro doméstico cada vez más estricto. Así lo analizaba una docente de la Red:

Estamos iniciando un camino con las familias para entender sus lógicas, su construcción territorial y sus redes. Pero la verdad es que no hay adónde ir, no hay lugares de encuentro [para las chicas]. El afuera no les ofrece nada, sólo el conflicto permanente de los saltos hacia un espacio nebuloso. Es como si fuese un efecto dominó porque todas las semanas buscamos a una chica.

Va de nuevo: en su versión más extrema las chicas se escapaban durante días o semanas para comenzar intensas y festivas –aunque riesgosas- derivas por las calles; en su modalidad soft impulsaban estrategias diarias para ganar minutos, horas, pequeñas dosis de una imprescindible libertad.


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